Hay momentos en la que vida en que te das cuenta de que te vas
quedando atrás sin aportar nada nuevo, sin ofrecer nada relevante,
perdido entre mil quehaceres sin sentido, pasando el tiempo con
distracciones inútiles que nada aportan. También intentas huir de lo que
duele, de lo que te hace sufrir, de lo que te incomoda. Hay momentos
que estás en el desierto y en la soledad, en la nada, comprendes que tu
vida no tiene sentido sin una entrega auténtica. Pero, ¿cuál es el
problema?
El problema es que te sientes bueno, generoso, entregado pero, en
realidad, no eres tan fantástico como crees. Y observas que no tienes
nada que ofrecer al prójimo, que no te involucras ni preocupas por el
que tienes al lado. Solo te importa lo tuyo, lo inmediaato, lo que te
afecta y te incomoda.
Cuando no eres capaz de ser, no puedes ofrecer generosidad. Si no
estás capacitado para amar, es imposible que puedas dar amor. Si vives
encerrado en tu «mundo mundial» creas un muro protector de hormigón a tu
alrededor. Si no eres capaz de lanzar un mensaje de necesidad es
imposible que te acerques al otro para ofrecerle ayuda.
En estas circunstancias no puedes aplicar a tu vida el primer
mandamiento porque es imposible amar al que tienes cerca sin primero
aprender a amarte a ti mismo. No puedes valorar al prójimo si antes no
has descubierto tus propios valores. No puedes contemplar al otro con
amor si siempre rehusas las miradas ajenas. No eres capaz de sonreír si
eres incapaz de acoger la sonrisa de otro.
Y entonces comprendes que el amor a Dios y al prójimo son
inseparables y que la figura de Jesús y todo su misterio conforman la
unidad del amor de Dios y del otro. Que el amor no es un mandato sino un
don, una realidad que Dios quiere que experimentemos para aprender a
querer siempre y mirar al otro no sólo con nuestros ojos sino con la
mirada de Dios, que es la mirada de Jesucristo, la mirada del amor.
¡Señor, haz que mi mirada este fija en las personas que tengo
cerca, para que pueda verlos a cada uno como los ves tu, con su
dignidad, con sus errores, con sus valores, con sus cosas buenas! ¡Que
no solo vea sus defectos ni sus apariencias sino el amor que sientes por
ellos! ¡Permíteme, Señor, que en cada persona sea capaz de ver al
prójimo tal y como lo ves tu, como un hijo al que amas profundamente!
¡Permíteme, Señor, escuchar al prójimo todas sus necesidades y sus
lamentos, y hacerlo como lo haría tu con profundo amor, con ternura, con
misericordia, con generosidad y con compasión para poder comprenderlos,
amarlos y dar plenitud a sus necesidades! ¡Sobre todo, Señor, permíteme
que comprenda a las personas que tengo cerca para servirles mejor, para
amarlos más, para quererlos con el corazón abierto, para volver mi
corazón hacia ellos, para no hacerles sufrir, para supeditar mi yo a sus
necesidades, para ser paciente, misericordioso, generoso y amoroso!
¡Ayúdame a estar unido a ellos para estar unido a ti por siempre y para
siempre!
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